Hay un dato que no entra en el radar de la política, y al que el Gobierno no parece haberle prestado demasiada atención. Puede parecer un hecho menor, nutrido de cifras que, si se miran con perspectiva macro, sonarán insignificantes. Sin embargo, tal vez exprese con infrecuente nitidez un síntoma de ese “cambio cultural” del que tanto se habla en estos días.
La noticia viene del Museo Nacional de Bellas Artes, que después de años de haber sido completamente gratuito, acaba de incorporar, hace apenas sesenta días, un sistema de contribución voluntaria entre sus visitantes. El resultado ha sido llamativo: por esa vía se recauda un millón de pesos por día. Más de la mitad de los asistentes hace un aporte, y de esa forma se integra una caja mensual que no es nada despreciable. Si se proyecta en el año, las cifras podrían ser aún más auspiciosas: en 2024, unas 800.000 personas visitaron el museo. Si solo el 55 por ciento hiciera un aporte mínimo de 3000 pesos, el Bellas Artes (que tiene una planta de 125 empleados y terceriza los servicios de vigilancia y limpieza) cubriría casi el 25 por ciento de su presupuesto de funcionamiento de todo el año. Por esa vía se podrían solventar distintos proyectos para el mantenimiento, la mejora y la expansión de esa institución vertebral del acervo cultural. ¿Por qué es un dato que debería ocupar un lugar más relevante en la agenda del debate público? Porque refleja la comprensión de que detrás de lo que se dice “gratuito” hay en realidad un costo y porque revela, además, que buena parte de la sociedad acepta sin ninguna resistencia hacer un aporte para el financiamiento de instituciones públicas de las que recibe un beneficio directo.
El sistema ha sido instrumentado por la Asociación de Amigos del museo, y así como puede destacarse su inspiración virtuosa, también debe decirse que llega llamativamente tarde. Cualquier visitante extranjero podría declararse asombrado de que el aporte sea solo voluntario y de que recién se haya estrenado ahora, aunque a lo largo de su historia el Bellas Artes ha tenido distintas modalidades de acceso, con cobro de entrada en algunos períodos. La demora encuentra su explicación en el arraigo que llegó a tener en la Argentina la cultura demagógica del “Estado regalador”, que confundiendo “inclusión” con gratuidad, y subsidio con equidad, llegó a verdaderos disparates, como subsidiarles las tarifas de gas y electricidad a los vecinos de Barrio Parque u obsequiarles notebooks a alumnos de clase media acomodada que las arrumbaban en un rincón porque tenían el iPad que les habían comprado sus padres. Hay que ver, en esa línea, lo que pasa todavía en la provincia de Buenos Aires, donde se ha naturalizado que el Estado regale desde recitales hasta bicicletas y viajes de egresados, y donde ir a la ópera, al ballet o hasta a un parador de playa también corre por cuenta de la tesorería general.
Lo que asoma detrás del “caso Bellas Artes” es la señal de un cambio cultural de fondo: el entendimiento de que aquello que se regala, se cobra por otro lado, aunque la trampa del populismo reside en ocultar y maquillar esa conexión. El subsidio indiscriminado se disfraza de “inclusivo”, pero es profundamente regresivo: genera inflación y pobreza, pero además alimenta una voracidad fiscal que limita el desarrollo productivo y bloquea la generación de empleo. Incentiva, además, una cultura del derroche y desnaturaliza el valor del esfuerzo. Ya lo había advertido la sabiduría popular: “lo barato sale caro”. Lo “gratuito”, mucho más.
Lo del Museo Nacional quizá sea un primer paso y debería habilitar otras discusiones: ¿debe quedarse en la fórmula de “bono voluntario” o debería ir hacia un sistema de cobro de entradas, incluso con tarifas diferenciadas para nacionales y extranjeros, con un amplio menú de excepciones para aquellos sectores que no pueden pagar? Una cuenta rápida indica que si a 800.000 visitantes, como los que tuvo el museo el año pasado, se les cobrara una entrada de $7500 (bastante menos de lo que sale ir al cine, e inferior, en términos internacionales, a lo que cuesta un ticket en el MoMA, el Louvre o el Prado), se cubrirían íntegramente los gastos de funcionamiento de todo el año (unos 500 millones de pesos por mes; seis mil millones anuales) ¿No debería este modelo extenderse a otras instituciones públicas, y no solo de la cultura?
Empeñado en fabricar enemigos y más inclinado a la provocación y al conflicto que a la conversación y al debate, el Gobierno pierde la oportunidad de tomar estos ejemplos virtuosos como aliados de sus mejores ideas: las que ponen el acento en la racionalización del Estado, combaten la cultura del subsidio y exponen la perversa relación entre el descontrol del gasto público y la inflación y la pobreza. El gran Museo Nacional de arte, tal vez sin proponérselo, le ofrece al Presidente la posibilidad de exhibir y potenciar una fórmula exitosa directamente vinculada al “cambio cultural” que él intenta impulsar.
El modelo de Bellas Artes tal vez podría resultar útil para proponer discusiones de fondo: ¿es descabellado, por ejemplo, pensar que las universidades nacionales podrían habilitar algún sistema de aportes voluntarios que generen alternativas de financiamiento? ¿No deberían discutirse modelos como el uruguayo, donde los egresados hacen un aporte, o de otros países con arancelamiento de grado y amplios programas de becas?
El de Bellas Artes es un modelo que también recupera una tradición y una cultura que fue muy sólida en la Argentina y que se fue desdibujando, tal vez por falta de incentivos y por el avance de una cultura demagógica que creó la ficción de que “lo público no se paga”. Es la cultura de las cooperadoras, que llegaron a ser un apoyo fundamental para escuelas, hospitales y hasta comisarías, y que, en el mejor de los casos, hoy sobreviven como instituciones meramente testimoniales. Se debilitaron por el predominio del populismo económico, pero también por una cultura política que vio en esas instituciones una barrera de contralor social y vigilancia ciudadana.
Aquellas entidades no solo generan soporte financiero: encarnan los valores de la solidaridad y el voluntariado, que impulsan a los beneficiarios directos de una institución o de un servicio públicos a contribuir a su sostenimiento, sin cargarle el total de la cuenta al resto de la sociedad. Es una idea anclada en el principio de equidad. Por supuesto que los museos, los teatros oficiales y los centros culturales, como en otra escala las propias universidades, no solo enriquecen a quienes acceden o participan directamente en ellos: irradian un provecho intangible, pero real, sobre el conjunto de la comunidad, que de una manera indirecta se beneficia de lo que allí se aprende, se descubre, se investiga, se preserva, se crea o se desarrolla. Es justo, sin embargo, que sus beneficiarios directos tengan al menos la posibilidad de hacer un aporte, si es que no la obligación. En un sistema virtuoso, son precisamente esas contribuciones las que permiten, entre otras cosas, solventar programas de becas y oportunidades para los sectores menos favorecidos y con mayor dificultad de acceso a los ámbitos culturales.
Para estimular los mecanismos de financiamiento alternativo son fundamentales dos cosas: por un lado, que se respete el principio de que cada institución administra y dispone de los fondos que genera, sin que el gobierno se apropie ni pegue manotazos sobre esas cajas cuando resulten apetecibles. Por el otro, que las instituciones rindan cuentas y manejen esos recursos con absoluta transparencia. De lo contrario puede ocurrir lo que ya se ve en muchas universidades nacionales, como las de Buenos Aires, San Martín o La Plata: generan cuantiosos recursos por servicios a terceros, pero van a parar a una gigantesca caja negra, con asignaciones difusas y administraciones opacas a través de un vidrioso entramado de fundaciones. No alivian el presupuesto estatal ni benefician tampoco a sectores vulnerables.
Hay algo interesante en el caso del museo: la idea pragmática de cobrar este bono voluntario ha sido impulsada y concretada en un ámbito que suele estar impregnado de cierto postureo ideológico y de intrincadas lógicas burocráticas, como retrata con talento e ironía magistrales el gran Oscar Martínez en la sátira de ficción que se llama precisamente Bellas Artes.
Del mundo de la cultura, con el que el Gobierno se ha mostrado desconfiado y hostil, a veces con razones atendibles, surge una idea que se puede mejorar y que tal vez se quede corta, pero que marca un rumbo y expresa un cambio. ¿No sería un buen motivo para “subir” ese ejemplo a la conversación que el Gobierno impulsa sobre el cambio cultural?
A propósito, ¿cuánto hace que un presidente argentino en ejercicio no visita el Museo Nacional de Bellas Artes? El último fue Mauricio Macri, hace ya casi una década: lo recorrió en enero de 2016. Si lo hiciera el actual jefe del Estado se encontraría con otro ejemplo para tomar nota: quizá sea la única institución pública en la que su director ha accedido al cargo después de ganar un concurso público de antecedentes y cuya gestión ya ha atravesado cuatro gobiernos de distinto signo. ¿No será un modelo para replicar en la Anses, el Indec o el Conicet?
Los grandes cambios, muchas veces, se expresan en pequeñas cosas. El aporte voluntario y silencioso del público de Bellas Artes puede ser leído como una noticia de escala menor, pero tal vez encierre una de las mayores novedades de este tiempo: buena parte de la sociedad ya ha entendido que el Estado no es un barril sin fondo. El desafío, ahora, es construir sistemas y modelos virtuosos a partir de esa idea básica. Es una construcción que demanda más diálogo y menos agravios, más trabajo y menos estridencia discursiva. Quizá requiera, también, instrumentos de precisión; no motosierras ni guillotinas, tan asociadas a la arbitrariedad y la desmesura que han surgido como respuesta a los abusos del otro extremo: la canilla abierta y el bolsillo de payaso en el desmanejo y el desvío de los recursos públicos.
Vale la pena ir al Museo Nacional no solo para hacer un módico aporte a las arcas de una institución pública que enorgullece a la Argentina, sino, fundamentalmente, para comprobar que no todo es lineal ni todo es blanco o negro; que la libertad es policromática; que distintas corrientes y estilos contrapuestos pueden convivir en armonía; que la riqueza está en la diversidad y que “la verdad” no es patrimonio de una época ni de una escuela determinadas, sino en todo caso una construcción y un diálogo permanentes. El arte, como se ve, tiene mucho que enseñarle a la política.