Desde 1750: cuál es el restaurante más antiguo de la ciudad

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Fue en 1750 que este local de Luján y Vieytes abrió sus puertas por primera vez. Cerca del puerto –que en aquella época se encontraba en una boca del Riachuelo–, cuando la zona era un bañado, allí donde Barracas se juntaba con un arroyito, los gauchos se detenían a cargar sus carretas y a tomar unos mates, antes de encarar hacia el sur de la provincia de Buenos Aires.

Dicen que por entonces se tardaba dos días en llegar a Chascomús. Tardes de guitarra y noches de ginebra servían entonces para aminorar las travesías y fueron, justamente, el origen de esta esquina que sigue vigente desde hace tantos años. Fue pulpería, posada, taberna y, desde 1873, se mantuvo como una fonda que sirve clásicos de bodegón porteño. En su carta figuran los platos de siempre y también los que han desaparecido (como caracoles a la bordelesa y tarantela), más algunas incorporaciones que actualizan la propuesta.

Hoy, El Puentecito está en manos de Fernando Hermida, hijo de un gallego que lo adquirió en 1958, exactamente 30 años después de emigrar de la portuaria La Coruña y trabajar en casas gastronómicas icónicas de Buenos Aires. Por supuesto, sumó al menú pulpo a la gallega y otras especialidades de mariscos, como la cazuela y la paella. Se hizo fuerte en los pescados, con su mero a la crema de azafrán. Así, la tradicional cocina de olla de El Puentecito se aggiornó conforme cambió la demanda y la dinámica de la zona: primero fue bien calórica y dedicada a los trabajadores portuarios que le ponían el cuerpo a las tareas cotidianas; luego sació a los empleados de los frigoríficos que llegaron al área, con porciones grandes a precios pequeños. Y hasta llegó a abrir 24 horas para no dejar a nadie sin comer. Finalmente, su público esencialmente masculino y trabajador se hizo familiar y la cocina también se agrandó en este espacio que desde afuera es una casita colonial, y desde adentro es un comedor tan histórico como impecable, con prolijas mesas de mantel enmarcadas por reliquias que hablan de su larga edad.

Fernando Hermida, uno de los dueños, heredó el bodegón de su padre

–Fernando, ¿este es el restaurante más antiguo de la ciudad?

–Sí, es el que lleva más años en el mismo sitio, desde 1750. Que yo sepa, es el único. Siempre estuvo en la misma esquina: acá es donde nació y acá es donde sigue. Abrió como posta de carretas, con pulpería. Fue posada, fonda, y se fue transformando, creciendo de atrás para adelante. Porque todo lo que hoy vemos restaurado es donde estacionaban las carretas. Hay una matera donde los gauchos descansaban y un patio con 60 metros de fondo, donde encontramos un pozo de agua que usaban para enfriar las bebidas. Esta era una zona de depósitos, el local llegaba hasta 200 metros de acá. En estos galpones se dejaba la mercadería y desde acá también salía, hacia el lado de La Plata, por ejemplo. Acuérdense que acá estaba el puerto de Buenos Aires, que era el del Riachuelo, en La Boca y Barracas, que luego se traslada a Puerto Madero.

Los carteles originales se actualizaron con un letrista

–Desde el exterior parece una casita colonial…

–Es que lo es. La construcción es original. Con lo que es gauchesco armé un museo que desmonté con la pandemia, ahora las piezas históricas están distribuidas por los salones. Fuimos actualizando los carteles con un letrista, el que dice “El Puentecito”, por ejemplo, es el más antiguo.

En el exterior, la

–Muchos creen que su nombre se debe al puente de madera que quedaba por acá.

–Sí, pero esa no es la razón. En realidad el nombre proviene de la calle, que antes se llamaba Puentecito, lo podés ver en los mapas de la época; luego fue Pedro de Luján. Le habían puesto así porque por acá pasaba un curso de agua que buscaba el Riachuelo, esto era un bañado, no era tan hondo, así que levantaron un puente de madera para que fuera más simple pasar hacia Avellaneda con las carretas y los caballos, para que no se quedaran en el fango. Hubo varios por acá, a algunos se los llevó la Sudestada. Estamos frente al Puente Gálvez, que cobraba peaje por cruzar según la carga y la cantidad de animales; se arruinó con una crecida y se hizo conocido más tarde como el Viejo Puente Pueyrredón.

–El que en 1806 fue incendiado para evitar el paso de los ingleses desembarcados en Quilmes. Años más tarde, Avellaneda se convirtió en un imán de inmigrantes gallegos, entre ellos tu papá…

–Sí, mi viejo vino a los veintipico. Llegó de La Coruña en 1928, allá era marino, el mejor de la flota. Acá trabajó en Harrods e hizo su experiencia gastronómica en la confitería La Giralda y la pizzería Roma de la calle Lavalle. Servía cerveza tirada. También hizo unas changas en el buffet del Parque Retiro, que estaba donde hoy está el Sheraton. Tenía tres trabajos a la vez. En 1958 pasó por esta esquina y vio que una parte del restaurante estaba en venta, quiso formar parte de la sociedad, eran un italiano y una decena de españoles. Dos años más tarde todos quisieron vender en bloque. Pero él decidió quedarse porque acababa de entrar. No tenía la plata para adquirirlo, a pesar de que entonces eran otros valores que hoy nos darían risa: cuando ves La familia Ingalls te das cuenta…hablan de centavos de dólar. Así que salió a buscar parientes y amigos para que fueran inversores. A él nunca le interesó estar en la caja, en El Puentecito fue mozo y fiambrero, era el responsable de que todo saliera bien de la cocina y de preparar los postres.

El salón del bodegón, un día de semana al mediodía

–¿Qué le aportó Fernando Hermida padre a El Puentecito?

–Fue modificando de a poco la carta, introdujo la crema, como la de verdeo o roquefort. Y un montón de platos, como conejo y ranas. O sea, fue haciendo aportes según fue cambiando la vida del argentino. En un comienzo, este restaurante era mucha comida de olla. Cuando mi papá vino, ese tipo de cocina se servía constantemente, no solo en invierno. En ese momento se hacía puchero todo el año, hoy con este calor, ¿quién te lo come? Antes lo consumían a diario, porque acordate que la mayor parte de la gente de acá era del puerto y trabajaba en los depósitos de Barracas cuando no había maquinaria, era todo a hombro. Se cargaban y descargaban los barcos a pulmón. Necesitaban calorías. Incluso, esto estuvo las 24 horas funcionando. Luego llegaron los frigoríficos. Alguien que trabajara en La Negra [el tradicional frigorífico], por ejemplo, ¿qué iba a venir a comer? ¿Una ensaladita? ¿Un omelette? [risas].

– Bueno, el que hacen de alcauciles es muy celebrado.

–Pero comían puchero, comían un montón.

–Clientes famosos también tuvieron.

–Justo hoy estuvo almorzando Norman Briski. Pasaron jugadores de fútbol, muchos. Alfonsín venía seguido, antes, durante y después de su presidencia. Ahí lo ves en las fotos, lo atendía mi viejo.

Paella, rabas y tiras de asado, entre los platos más pedidos

–Dicen que también vino Yrigoyen.

–Estaba hospedado acá, en el piso de arriba, y desde el balcón dio un discurso el día antes de asumir; cenó en el bodegón.

–¿Qué dirías que hay que probar en El Puentecito?

–A mí lo que me fascina es el marisco y los langostinos, que pueden ser al ajillo o rebozados. La estrella sigue siendo el pulpo, lo vendemos más barato que nadie. Honestamente, no quiero culpar a los demás, pero no sé por qué roban tanto con el pulpo. Acá una porción es un cuarto kilo, o más, a veces solo una pata pesa 300 gramos. Sale con un pimentón bueno, aceite de oliva y la papa al natural. Se cocina durante dos horas: yo no lo hago en la plancha, personalmente no me va ese invento gastronómico nuevo, es como hacer un asado en la cacerola [risas]. Por cierto, la parrilla es otra de nuestras especialidades. Y los pescados también son muy buenos, hay abadejo a la gallega, lisa según la época, también pacú, que lo incorporé yo en la carta.

Los pescados son uno de los fuertes del lugar

–Vos, ¿desde qué año venís?

–Yo nací en el 63, tengo 61 años, estoy a cargo del restaurante desde que murió mi viejo, en el año 2006. Claro que vine de chico a ayudar, me encantaba, estaban mis tíos también, que eran de Lugo, había algunos primos. En las vacaciones venía a lavar las copas, a limpiar mejillones. En aquel tiempo era así, algo muy común: te hacían laburar para que vieras lo que era la vida. Muchos de los cocineros que tenemos hoy, de hecho, venían de pequeños a acompañar a trabajar a sus padres. Ese que me saludó, ¿ves?, tiene 55 años y viene desde los 15. Lleva 40 años con nosotros.

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