Anticipo. El secreto de Marcial, el nuevo libro de Jorge Fernández Díaz

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En El secreto de Marcial (Ediciones Destino) el periodista y escritor Jorge Fernández Díaz recupera –tras haber publicado en 2002 una novela dedicada a la madre– la figura y el enigma de su padre, un inmigrante asturiano. La novela, que recientemente obtuvo el prestigioso Premio Nadal, estará disponible en las librerías a mediados de esta semana. Aquí, un fragmento.

Cuando Marcial contó la extraña aparición de Lucrecia López en el lago Regatas, mi madre dejó caer con un escalofrío la palabra güercu. Lucrecia era una paisana de Cudillero que había quedado viuda hacía añares de un robusto maestro mayor de obras y que tenía por costumbre jugar tute cabrero de igual a igual en la mesa de varones que fumaban y mataban el tiempo en un salón vidriado del Centro Asturiano de Buenos Aires. Mi madre era reacia a esos juegos de baraja y a esas endogamias de club, y mi padre no concebía la vida sin ese lúdico refugio de camaradas, donde los viejos inmigrantes hablaban minuciosamente de sus aldeas remotas y de las increíbles vueltas del destino. Aquella era la primera de una serie infinita de divergencias graves que envenenaban la vida conyugal de mis padres, y Lucrecia resultaba, por cierto, la contracara perfecta de Carmina: amaba con todo su corazón esa comunidad de ingentes ensueños, donde se llevaban a cabo modestas ceremonias asturianas para atemperar la nostalgia crónica. Marcial era expansivo en el club y lacónico en el hogar, y de vez en cuando nombraba dulcemente a Lucrecia a propósito de alguna noticia candente que surgía de esa curiosa y ya decaída colonia de desarraigados: un nacimiento, una peña, un negocio, una boda, una desgracia. Yo sabía lo que significaba la palabra güercu porque a mi madre le encantaba asustarnos en la infancia con truculencias góticas y narraciones de vampiros y espectros, fueran estas producto del folklore astur o del cine norteamericano. «Cuando era niña, mi madre y mi tía temían que el güercu viniera a picarnos la puerta», nos recordó aquella misma noche. Se trataba de un ente mitológico, presuntamente de origen celta; manifestación que presagiaba la muerte de alguien, un fenómeno paranormal que funcionaba más o menos así: un Pepín cualquiera, que trabajaba en un prado, era divisado desde un puente. Y pocos días después alguien le decía: Te he visto el viernes en el prado, Pepín. A lo que el aludido respondía alzándose de hombros: «No pudiste verme en el prado, porque estuve toda la semana en Oviedo haciendo trámites». Pero ibas vestido así y así —porfiaba su interlocutor—, y estabas tocado con tu sombrero gris.

«Que no, que no. Que no era yo, coño —se empacaba el susodicho—. Que estaba en Oviedo.» Mi abuela captaba esos signos porque poseía dones extrasensoriales; aseguraba entonces que no habían visto a Pepín sino a su güercu, y que eso podía significar solo una cosa: el vecino no tardaría mucho en partir hacia el otro barrio. Cuando efectivamente lo hacía, todo el mundo se santiguaba. Mis primos, que se habían criado en ese clima sobrenatural, vivían aterrados ante un eventual anuncio que en la lotería del azar podría tocarles también a ellos: Te he visto el domingo en misa.

«Pero no es posible, el domingo yo estaba en Madrid. ¡Es el güercu, Dios mío, y estoy condenado!» Marcial, que se levantaba temprano cada día y paseaba por los bosques de Palermo, vio o creyó ver desde una orilla del lago Regatas a Lucrecia López dándoles de comer a los patos y a los cisnes. Lucrecia había sido de joven una mujer atractiva y todavía era, en su ancianidad, una veterana de cabellera exuberante y canosa, una cara despejada con arrugas encantadoras y unos ojos azules que no habían perdido ningún brillo. Marcial se dio cuenta de que en ese preciso instante a ella ya se le acababan las migajas de la bolsa de papel y que se erguía para irse a casa, y que por lo tanto no sería posible alcanzarla, de manera que puso sus manos en bocina y gritó su nombre dos veces. Lucrecia levantó la vista y pareció sonreírle como si lo hubiera reconocido a la distancia, pero no hizo amago de responderle ni de esperar a que mi padre diese la vuelta completa. «Llevaba prisa —nos dijo Marcial esa misma noche—. Estaba vestida de calle, se volvió y caminó hacia la zona del estacionamiento.» Por la tarde, mientras daban cartas en la mesa de siempre, Marcial le había preguntado adónde iba con tanto apuro. Lucrecia se mostró perpleja: «Debiste haberme confundido con otra persona, esta mañana fui a Quilmes a visitar a mi sobrina».

Siete noches más tarde sonó el teléfono en nuestra casa de la calle Ravignani y alguien le informó a Marcial el temido acontecimiento: un derrame cerebral acababa de fulminar a su compañera de tute. Recordaré, hasta el último de mis días, la palidez mortuoria de mi padre, que cayó sentado en el sillón y se quedó largo rato con la vista perdida. Al día siguiente lo acompañé al velatorio, en una planta baja sobre Niceto Vega. Estaba lleno de asturianos, apenados pero ruidosos, y de unos cuantos familiares transidos de mutismo y dolor. Marcial permaneció largo rato conversando con cada uno, y escuchó los lamentos y las bromas de todo velorio, pero no pudo sonreír ni siquiera una vez. Finalmente, esperó a que no hubiera nadie alrededor del féretro y se acercó a Lucrecia; lo hizo en puntas de pie, como si temiera despertarla. Yo oía las conversaciones a mi alrededor, pero no lograba concentrarme en ellas: tenía los ojos clavados en mi padre, que llegó junto a la mujer, se cruzó de brazos mientras la mira- ba intensamente de arriba abajo, y se cubrió la boca, como si quisiera ocultar un gesto de espanto o de pena, o como si estuviera rezando entre dientes, o murmurando un adiós. Luego hizo algo impensado: bajó la mano y tocó el cuerpo de ella. Desde donde me encontraba era difícil observar en detalle ese contacto íntimo e insólito, que denotaba al menos una confianza estrecha e inverosímil y que, en todo caso, implicaba una imprudencia, aunque por el ángulo de visión yo deducía que le acariciaba por última vez las manos entrelazadas. Temí en ese lapso eterno que alguien se escandalizara por su osadía, pero nadie parecía advertirlo. Y yo estaba paralizado, enviándole desesperados mensajes telepáticos para que cesara esa caricia impropia y reculara hasta el salón cen- tral. Solo al cabo de una eternidad, mi padre retiró finalmente la mano, sacó de su bolsillo un pañuelo de tela, se enjugó las lágrimas, retrocedió hasta el primer grupo y se quedó cabizbajo entre familiares y amigos que no habían percibido nada. Parecía destruido. Después nos colamos en el coche de un primo lejano de Luarca y fuimos en caravana hasta el cementerio. Cuando nos apeamos para entrar en la capilla, noté que una pariente cercana de Lucrecia le pedía a papá que tomara una manija del cajón. Un raro privilegio. Lo hizo dos veces, y fue consolado él también durante el tramo final, cuando fuimos quedando pocos frente al nicho. Los otros compañeros de mesa de tute le dieron ánimo y le ofrecieron llevarlo hasta el club, y nosotros nos despedimos allí brevemente, porque yo tenía que irme a la redacción. Ya en la avenida conseguí un taxi y pensé, acaso por primera vez en serio, que Marcial estaba lleno de secretos insondables.

Tempranamente mi madre lo había eclipsado: ella era carismática y él era opaco; ella tenía todas las palabras y a mi padre ya casi no le quedaba ninguna: siempre resultaba derrotado. En vez de luchar a brazo partido por su lugar, cedió entonces la cabina de mandos a la heroína y se replegó a territorios ajenos y brumosos: el café de Canning y Córdoba, donde se dejó la piel, y esa inefable y vasta sociedad española que pervivía en los pliegues de la ciudad y los suburbios, adonde Marcial huía para desarrollar dichosamente una especie de segunda vida. Admito que nunca me pareció, sin embargo, que en ese plano hubiera nada más interesante que naipes sorpresivos, apuestas menores, discusiones futboleras, nostalgias españolas, jactancias de progreso y chismes de pueblo, sazonados con fabadas, sidrinas, espichas y gaitas quejumbrosas de tarde en tarde: la isla feliz de los desterrados. Pero Marcial siguió dándome algunas sorpresas más, y aun después de muerto. Un domingo de junio, durante un fin de semana largo y en un restaurante de la calle Cerviño, el camarero que nos atendía se me acercó con un susurro: «El patrón le pide permiso para saludarlo». El patrón era también, como no podía ser de otra manera, un asturiano, y había tenido incluso responsabi- lidades mayores en la administración del club:

«Usted tal vez no lo sepa, pero yo le di una misión secreta a su padre», me anotició no bien llegó junto a nosotros. Se refería a la época en que papá había sufrido un episodio cardíaco y había estado internado; luego su médico le había recomendado vida sana y mucho ejercicio. Ya jubilado, Marcial se tomó literalmente a pecho ese consejo de la cardiología: caminaba cuatro o cinco horas diarias, por lo general alrededor de los lagos; hacía gimna- sia en el Rosedal, y se largaba por distintos laberintos de bosques, calles y pasajes, explorando una ciudad que en parte desconocía, puesto que había vivido confinado varias décadas a la bandeja y al estaño de aquel bar de Villa Crespo, y también a los perímetros del campo Covadonga de Vicente López. «El sacrificio es lo más grande que hay», solía decirme cuando me narraba aquellas maratones de «millonario sin plata», como gustaba calificarse en esa temporada de retiro efectivo. El patrón del local de la calle Cerviño, preocupado por la deserción de muchos socios después del crac económico de 2001, le había entregado una lista con sus nombres y domicilios, y le había pedido que los visitara y que intentase convencerlos de regresar. «Puedes aprovechar para caminar unas cuantas cuadras, Marcial —bromeó—. Están repartidos por todos los puntos cardinales.» Marcial consideraba que esos alejamientos ponían en riesgo financiero al club, así que aceptó la misión secreta de su presidente y, sin contarnos nada, partía con gorra y zapatillas cada mañana como si fuera a cumplir sus habituales rutinas, cuando en realidad iba a pie hasta barrios distantes y tomaba cafés con aquellos paisanos sufridos. «No sé qué argumentos usaba, pero te aseguro que la tasa de reingreso resultó muy alta», me juró el patrón de la calle Cerviño para que yo me sintiera orgulloso. Yo me sentía asombrado, menos por esa hazaña que por el hecho de que nuestra familia ignorara por completo el raid. ¿Cuántas cosas más ignorábamos de Marcial?, me preguntaba. ¿Qué odiseas habría escuchado en aquella recorrida? Excombatientes de la guerra civil española, sobrevivientes de los fusilamientos y de la cárcel, víctimas de la hambruna; migrantes que habían dejado todo para cruzar el océano y probar suerte en ciudades extrañas del sur del mundo; gastronómicos, mecánicos, albañiles, marineros, carpinteros, labradores, cocineros, costureras. Gente humilde que había salido adelante con esfuerzos homéricos, y que luego tuvo que atravesar las ocho plagas argentinas: hiperinflaciones, devaluaciones, recesiones, dictaduras militares, guerra de Malvinas; enfermedades, violencias callejeras, tifones y naufragios diversos que habían aquejado a aquellos gladiadores ignotos. Cada una de esas historias personales es una novela, me dije. «Y esa gira de tu padre es una película», me animaron varios directores de cine. Casi todos los personajes, sin embargo, ya estaban muertos hacía rato, empezando por mi padre: la biología borró de la faz de la tierra a toda esa generación indómita. Era prácticamente imposible reconstruir ahora mismo, para una crónica veraz y minuciosa, esas existencias anóni- mas pero apasionantes que se tragó el olvido. Tal vez, pensé entonces, se pueda hacer con pura imaginación lo que no se puede lograr con periodismo narrativo, pero la faena a mí me parecía poco menos que imposible: la ficción no suele conseguir ese soplo errático y profundo de los hechos ciertos relatados sin guion ni pudor ni maquillaje, con esas necesarias imperfecciones que logra únicamente la reproducción cruda de la honda y caótica realidad. Deseché la idea, no quería caer en imposturas ni novelerías, y seguí con otros proyectos, pero el fantasma de Marcial se presentaba cada día, me acompañaba hasta una determinada esquina, leía por encima de mi hombro y se sentaba conmigo a ver una vieja película en blanco y negro. ¿Qué reclama?, me pregunté. ¿Qué me está reclamando?

La corta vejez de mi padre —al final segado por la silicosis que había contraído abriendo con dinamita los túneles ferroviarios de Asturias— fue no obstante reparadora: en la adolescencia, al descubrir que quería ser escritor me dio por perdido, pero luego de una reconciliación tardía tuvimos una serie de acercamientos afectivos que sanaron por completo aquellas mutuas laceraciones. Al verlo dormido para siempre en la camilla, me prometí a mí mismo revisar mis deseos más íntimos —los amorosos y los vocacionales—, y eso significó en principio disolver mi primer matrimonio y encarar una nueva fase literaria. Fue también una rebelión contra los mandatos de mi madre, que se disgustó mucho por el divorcio. Aquella contrariedad desató a su vez una crisis entre nosotros más o menos asordinada, aunque por suerte el enojo no llegó a mayores. Carmina, al contrario que Marcial, siempre fue mi interlocutora más fiel, y entonces yo sentí claramente que ella comenzaba a morir justo cuando dejó de serlo: cuatro años antes ya se notaba que la demencia senil deterioraba su tremenda lucidez y que empezaba a abandonarme. Tuve tantas despedidas desde entonces que al final cuando falleció todo había sido cosido y saldado. He escrito muchísimas páginas sobre mi madre y todavía la echo de menos, pero ni una sola vez durante toda esta nueva orfandad ingresó en mis sueños nocturnos. En cambio, Mar- cial sigue siendo una rara presencia constante en ellos.

Quizá inconscientemente guiado por él, escribí hace un tiempo en España un artículo sobre aquel ciclo de cine continuado que durante los años setenta veíamos por televisión todos los sábados de la niñez y de mi primera juventud: comenzaba a la una de la tarde y acababa a las diez de la noche, cuando daban paso a otro programa llamado «Hollywood en castellano», films para adultos que sin embargo casi nunca me censuraban. A las doce me iba a la cama y a un breve insomnio con los ojos exhaustos y con la mente llena de diálogos e imágenes perturbadoras. Nosotros ignorábamos la mayoría de los nombres de los realizadores, apenas sabíamos por las revistas cómo se llamaban las estrellas y no imaginábamos siquiera que se trataba de obras maestras ni nos importaba. Porque, además de nuestras limitaciones, la verdad es que a una historia intensa y brillante solía seguir una burda o mediocre, y a veces incluso otra abominable: todas las veíamos con igual interés o idéntico fervor. En aquel texto me encontré evocando Qué verde era mi valle, una cinta que veíamos una y otra vez, y en la que siempre descubríamos algo nuevo. Esos mismos días un maestro salesiano había citado a Carmina y le había confirmado que tres alumnos me golpeaban en el patio del colegio León XIII, obra de don Bosco. Todavía no se usaba la palabra bullying ni eran populares los manuales modernos de psicología infantil. Cuando ese sábado, en la televisión, llegó aquella escena en la que el niño volvía a casa golpeado y sus hermanos le enseñaban a boxear, Marcial y Carmina cruzaron una discreta mirada. Más tarde, en la cocina, oí que murmuraban algo inquietante: a tres calles había una academia de yudo. Mi padre me compró un kimono. Nunca más tuve problemas en la escuela, ni en ningún otro sitio: John Ford había salvado mi vida.

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