Un dolor real es una exploración del alma que traspasa la pantalla y llega al espectador más sensible

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Un dolor real (A Real Pain, Estados Unidos/2024). Dirección y guion: Jesse Eisenberg. Fotografía: Michal Dymek. Edición: Robert Nassau. Elenco: Jesse Eisenberg, Kieran Culkin, Will Sharpe, Jennifer Grey, Kurt Egyiawan. Duración: 89 minutos. Distribuidora: Buena Vista. Calificación: solo apta para mayores de 13 años. Nuestra opinión: muy buena.

El primer y el último plano de la segunda película como director de Jesse Eisenberg son simétricos. La cámara, después de un breve recorrido por los infinitos espacios comunes de espera que tienen los aeropuertos más grandes, se detiene en el rostro de un hombre de aspecto todavía juvenil, pero que en verdad se está acercando a los 40. De lejos parece que tiene la mirada perdida, pero cuando la imagen se acerca más a él lo vemos con los ojos humedecidos, la emoción contenida y algo a punto de estallar, no sabemos qué, todavía bien guardado en su interior.

Los 90 minutos contenidos entre esos dos momentos, el inicial y el final, le darán sentido completo a esa expresión de Benji Kaplan (Kieran Culkin), el hombre sentado en el aeropuerto sin otro aparente motivo que dejar pasar el tiempo, y también configurarán la historia completa concebida desde el guion y dirigida por Eisenberg. En ambas dimensiones, temporal y narrativa, hay méritos suficientes como para convertir a esta película en una experiencia cinematográfica muy satisfactoria y sobre todo extraordinariamente empática.

Un dolor real es una de esas experiencias que nos llevan al salir del cine a dedicar un largo tiempo a pensar, cavilar, hacernos preguntas y compartir (si es que vimos la película acompañados) el juego de ponernos en el lugar de los personajes o calzar sus propios zapatos. Eisenberg nos entrega a lo largo de una hora y media que pasa rapidísimo un montón de disparadores, pero lo más probable es que nos concentremos en los dardos que Benji irá descargando con una energía imparable. La formidable interpretación de Culkin, con las dosis justas de ternura, resolución, desapego y una infinita humanidad, nos ayuda todavía más en ese propósito. No es casual que el actor de Succession aparezca en este momento clave de la temporada de premios como el gran candidato a llevarse este año el Oscar al mejor actor de reparto. Lo merece.

Jesse Eisenberg y Kieran Culkin, los protagonistas de Un dolor real

Benji, que no tiene trabajo fijo y tampoco demasiada preocupación por su futuro inmediato, es la mitad exacta de la pareja que le da sentido completo a este sencillo y magnético relato. La otra es su primo David, un programador digital que vive en Nueva York con su esposa y su encantador hijo y que expresa el clásico racimo de neurosis, balbuceos e indecisiones que caracteriza al Eisenberg intérprete. Probablemente sea el actor que mejor encarna hoy la manera de estar en el mundo que conocimos durante largas décadas a través de Woody Allen.

A los dos primos, que crecieron juntos y desde hace tiempo están distanciados, les toca ahora compartir un viaje de reconocimiento, aprendizaje y despedida. Así lo quiso la abuela de ambos, que llegó a Estados Unidos emigrada desde Polonia después de sobrevivir con “mil milagros” al horror infinito de la barbarie nazi.

Will Sharpe y Jesse Eisenberg, en una escena de Un dolor real

Un dolor real es la crónica de ese reencuentro narrado con algunos de los mecanismos clásicos de la comedia y de una road movie, pero utilizados de manera completamente atípica. Durante la travesía (que no eludirá la inevitable pregunta sobre el sentido de recorrer lugares de altísima sensibilidad como el campo de concentración de Majdanek dentro de un tour que no escatima lujos y comodidades), Benji y David no estarán solos. Se unen a ellos una pareja retirada del Medio Oeste, una mujer recién divorciada y con hijos que le prestan poca atención (Jennifer Grey, a años luz de Dirty Dancing), un sobreviviente de las masacres de Ruanda convertido al judaísmo y un guía británico, que no pertenece a esa colectividad, pero tiene un don especial para percibir los aspectos más sensibles de esa breve convivencia.

El temperamento de Benji, con sus decisiones inesperadas y sus ruidosos cambios de humor, es el que configura el viaje y condiciona al resto de los personajes. En esos momentos imprevistos, Eisenberg nos lleva a percibir por dónde pasa el dolor real de cada uno de ellos y cómo, mientras atraviesa sus respectivas conductas, llega entero hasta nosotros, sus espectadores. Entre todos siempre serán Benji y David, diferentes en casi todo pero en el fondo complementarios, como si fuesen dos caras de un mismo espejo, quienes más nos interpelan. A través de ellos, con una prodigiosa naturalidad, la película va desplegando un mapa de sensaciones y sentimientos (memorias, identidades, las frustraciones del pasado y los anhelos más precisos o más inciertos sobre el futuro) que no tardarán en traspasar la pantalla sin necesidad de hacerse elocuente. A ese propósito contribuye una banda sonora hecha de sencillas y muy conocidas piezas clásicas ejecutadas solo en piano.

Eisenberg nos dice que estar en movimiento es el mejor lugar para poner en juego la operación que nos permite entender y enfrentar ese dolor real, que por otra parte más aflora cuando más solos nos sentimos.

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